CORRIENTES CAPRICHOSAS
Jardín Oculto - Galería de Arte - Octubre / Noviembre de 2009
“Lo que a mí me gusta es pintar, aunque sea una puerta”, dijo Robert Rauschenberg en una frase famosa que me viene a la mente ahora que intento escribir este texto para acompañar las pinturas de Ana. En la era de los jóvenes especuladores, en la era de la obnubilación por la institución arte y del devenir jerga de las obras, ahora que el sinónimo de artista no es un hippie colgado que cultiva con fruición una práctica que le da placer, ni un rocker que con su irreverencia renueva un acervo de bellezas conquistadas en el pasado, sino un extraño engendro cool desapasionado, lleno de respuestas conceptuosas sobre la factura de sus obras y de un tufillo teórico universitario mal ecualizado, Ana Clara Soler recupera la sagrada gratuidad del hecho de pintar o, más en general, del hecho de hacer obras, de hacer arte.
Mujeres en estado de pasaje, en encrucijadas, paisajes poblados -o no- por diosas y criaturas de resonancia mitológica, pájaros, reversiones de ilustraciones de relatos de aventuras, pero también bizarras esfinges, abstracciones inspiradas en pinturas y dibujos de amigos, personajes enfrentados a naturalezas frescas que los desbordan con su erótica oferta, en el universo de Ana hay un amplio catálogo de motivos insólitos y brutales. Recorrerlo es entrar en la deriva de alguien que pinta por un impulso que lo supera y que avanza así en la plural dirección del capricho, recogiendo imágenes, conceptos y paletas de todas partes, y expandiendo los límites de su estilo hasta ponerlo en duda, en riesgo o verdaderamente en juego, quizás. A la vez, una secreta corriente unifica todo y lo organiza bajo la impronta o el ritornelo de un expresionismo soñador.
Y digo expresionismo soñador como podría decir animismo suspendido, o rock, para tentar la descripción del resultado en obra del hacer de alguien que produce arte desde la afirmación más pura, desde la expulsión y plasmado de un universo particular e íntimo que quiere ser dicho y desconoce los diques de contención del gusto y las modas, fundando así el espacio de una mitología brutal.
Muchas veces, cuando Ana me muestra las cosas que estuvo haciendo entre un encuentro y otro de los innumerables que mantenemos en su taller para pintar juntos, tomar mate y hablar de nuestros problemas, la heterogeneidad me deja un tanto contrariado. Recuerdo una tarde en particular, en la que me mostró la pintura de una esfinge, una acuarela, mientras desplegaba también muchas de las pinturas que hoy integran esta muestra. El resultado era de lo más freak o, alguien podría decir, espiritista, amateur, hippie plaza Francia. Pero Ana había pasado horas pintándola. Pensé: “¿Qué onda? ¿Sabe lo que hace?”. Pero es que la belleza, la pasión, no se saben. Y no hay ironía. Y la sensación de lo amateur es la sensación de libertad. El cuadro importa y no importa, porque lejos de toda especulación o engaño con la idea de obra, lo que prima en Ana es el pintar, el hacer, cierto grado de desprejuicio que es su mayor capital, junto con su proteica imaginación de lo ritual, del viaje, de las transformaciones y el tránsito por los dilemas sensuales de una vida en la que siempre somos jóvenes e inmaduros, y en la que todo está encantado. Prima la fruición, el capricho que excede con mucho al concepto, y el relato que al fin se modela como mito y sueño, a partir de ese capricho y ese empecinamiento.
Gerardo Jorge